La visita a los cementerios
Cuando acudimos al cementerio a visitar y a rezar
por los difuntos nos embarga una gran tristeza por los recuerdos que
vienen a nuestro interior de las personas que vivieron con nosotros, a
las que quisimos y que no volverán físicamente para tener las mismas
conversaciones, idénticos juegos o experiencias familiares. Estamos
tristes y vemos los rostros de los demás visitantes de igual modo.
Silencios, sollozos y oraciones abundan en ese recinto tan transitado
durante estos días.
A pesar de la tristeza expresada en los ojos, los
cristianos aceptamos las palabras de Jesús que dan sentido a nuestra
vida, nos enseñan cómo afrontar la muerte y tenemos la convicción de una
vida posterior definitiva y gloriosa. Es la realidad que hemos meditado
con la lectura del evangelio y que hemos escuchado un montón de veces
en las homilías de los
funerales a los que hemos asistido. Vuestra
tristeza se convertirá en plenitud de alegría. Y también san Pablo: "Así
que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos. Porque Cristo murió y
volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos” (Rom 14,
8). Es la esperanza cierta de sabernos poseedores de un lugar, tras un
juicio misericordioso, junto a Él.
Supongo que os habrá pasado como a mí al escuchar
de alguien una frase explicativa de la muerte de un ser querido. “Allá
donde estés… míranos, acompaña nuestras vidas, no te olvidamos nunca…”
Es como si no quisiera pronunciar la palabra cielo. Este es el lugar al
que aspiramos ir todos los cristianos, por la gracia de Dios. Y creemos
que existe. Por ello un primer consejo: no temáis informar a los demás
que vuestros difuntos estarán en el cielo o en camino del mismo. Así lo
creemos y así lo leemos en el Catecismo: “Los que mueren en la gracia y
la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están
seguros de su salvación eterna, sufren una purificación después de su
muerte, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en el gozo de
Dios” (Núm 1054). Y también “La pena principal del infierno consiste en
la separación eterna de Dios” (1057).
No podemos explicar con afirmaciones demostrables
la realidad definitiva del ser humano tras su muerte. Sólo, y es lo más
importante, aceptamos la enseñanza de Jesús para una vida auténtica y
para una muerte con sentido con la promesa de un lugar para el reposo
eterno. Creemos en la resurrección de los muertos. Si Cristo ha
resucitado, nosotros también resucitaremos, nos dice san Pablo
solicitando que nos vistamos de la esperanza alimentada por la Palabra y
por los Sacramentos y se siente fortalecida y acompañada por la oración
de la Iglesia.
Acudir al cementerio tiene un especial significado
para los cristianos. Nos da la posibilidad de rezar por los difuntos.
Está claro que la oración no debe ser exclusiva de un día determinado
marcado en el calendario y realizada casi como una obligación impuesta
por la costumbre. De ningún modo. No necesita un lugar concreto. Podemos
orar en casa, en el templo, mientras viajamos o buscamos un lugar
apartado en el silencio. En cualquier lugar y tiempo. Con motivo de una
circunstancia que nos interpela, que nos asombra o que nos alegra.
Este día es una buena ocasión para pensar y
celebrar el gran tema de la vida y de la muerte. Nos esforzaremos todos
en llenar de contenido cristiano la visita al lugar sagrado donde
reposan temporalmente los difuntos. Aprovechar para guardar el recuerdo,
manifestar la gratitud por sus vidas y confiar más y mejor en la
voluntad del Señor.
+Salvador Giménez, bisbe de Lleida